miércoles, 10 de octubre de 2007

Texto e imagen de tapa


Matices

Selección de poesías y cuentos cortos


Beatriz del Carmen Ruiz

Texto de contratapa del libro

¨El mundo en que vivo me lastima.
Pero me siento solidario con los hombres
que viven en él.
Mi papel no es el de transformar
al mundo ni al hombre.
No tengo la virtud
ni el talento para ello.
Pero estoy feliz de servir desde mi sitio
a los valores
que hacen que merezca la pena
vivirse.¨
...........................Albert Camus


¨¿Sabes?, me gustaría que esto quedara
entre vos y yo.
No sé si los demás entenderían
que a una se le dé
por abrirse el pecho y el corazón
para mirar adentro.¨
Beatriz del Carmen Ruiz

Esencial

Aquí sentada
te espero,
mi musa alborotada.

Presiento
tus pasos
como acordes.
Enhebrando palabras.

Levantas monumentos
y en tu arrullo
me elevas
o me hundes.

Y
yo,
te sigo.

¿Cómo no he de seguirte?
Si es por ti
que yo vivo.

Romance de estación

Desnudo
el joven Árbol
se cubrió con el manto
del ensueño
como lo hicieron todos
ese Invierno.

Rezó el leñoso cuerpo,
temeroso,
comulgando la tierra.

El Invierno
con brazo omnipotente
lo bendijo
con la escarcha inmaculada
de su aliento.

Estremecido
en ese abrazo,
olvidó que todo
a su debido tiempo
siempre pasa;
hasta el Invierno fiel
se marcha un día.

Vencido se entregaba
cuando la dulce Primavera
con candidez de hierba
florecía
susurrando a su oído
tibiamente,
avivando su esencia
de savia reprimida,
despertándole vida.

Paisaje serrano

Se remontan hacia el cielo
las montañas
majestuosas e imponentes
cual amor,
y arrastradas con vehemencia
y con vigor,
van vertientes cristalinas,
soberanas.

Se entrelazan entre sí,
todos los cerros,
no terminan de bajar
que ya se elevan,
bien llegan al final,
ellos regresan,
parecen olas de tierra
en nuestro suelo.

Si caminas los senderos,
entre ellos
sentirás
que va elevándose
el misterio,
y tu alma agasajada
hará el convenio
de fundirse
entre las tierras
y los cielos.

Es tan hondo
y tan profundo su silencio,
tan amada
y tan soñada su bravura
que me envuelve
y acomete con premura
y porfiado
va llenando mis silencios.

Déjame
ser como el viento,
y atrevido,
recorrer tus laderas,
y mansamente
convertirme en paisaje,
y lentamente
volver a ser
quien alguna vez
yo he sido.

Tristeza de Bosque

La Brisa pasó corriendo
por la ladera, y cansada,
quiso detenerse un rato
donde el viejo Bosque estaba.
Y algo le pareció extraño,
a pesar de ser verano,
todo lucía enlutado.

Al viejo y cansado Bosque
cabizbajo lo encontró
con sombrero despuntado
que verde cara cubría,
y una barba desbarbada
que lucía casi raída,
y en sus ojos un amargo
y dolido llanto había.
Apoyado en un peñón,
a orilla de arroyo mudo,
que con lento movimiento,
no quería perturbar
un tan sagrado silencio.

Era tan triste aquel cuadro
que aquella Brisa paró.

–Hola, Abuelo, soy tu Brisa
que ha venido de visita.
¿Por qué riegas de tus ojos
una tan triste agonía?
¿Por qué tu capa se cae,
tu sombrero se despunta
y tu barba está raída?

¿Hay algo que pueda darte
para ver en ti alegría?
Es que así como te veo,
no hay Brisa que tenga vida.

El viejo Bosque cansado
miró muy triste a la Brisa,
y ya al ponerse de pie
cual montaña parecía,
más alto que la arboleda,
y mucho más todavía
que el peñón en que yacía.

–Vete por ahí, mi niña,
y pregona donde vas
todo lo que mientras corres
por ese lado verás
–dijo señalando el Bosque
tras el peñón sin mirar.

Ella alzó vuelo enseguida,
muy decidida a observar,
todo lo que el viejo Bosque
le señaló más allá.

Pero al ver lo que allí había,
enmudeció, y fue a llorar
en brazos del viejo Bosque
que comprendía sin hablar.

–¿Cómo puede un ser viviente
que se respeta por tal,
asesinarte, sin miedo
a perecer él detrás?
¿Cómo no pueden amarte
con todo lo que les das?
¿Cómo te cortan la sangre
y queman tu voluntad?
¿Qué corazones de piedra
te vienen a mutilar?

Si hay algo que pueda hacer
para parar esta ruina
lo haré –mi querido Viejo–,
aunque me lleve la vida.
Es que, así como te veo,
nunca antes te veía.

El viejo Bosque sonrió,
con insondable carisma.

–Vete por ahí, mi niña,
y pregona donde vas
todo lo que mientras corres
por ese lado verás
–dijo señalando el Bosque
tras el peñón, sin mirar–
para que así, mientras vivas,
nadie me pueda olvidar.

Ella se fue con su llanto,
y silbó cuando al pasar,
sobre tierra desnuda
llena de aserrín nomás,
se entremezcló con Bosque
que sangraba sin hablar.

Muerte

Piensa.
Siente
la muerte.

Bostezando
inconmovible
su lento caminar
entre la gente.

El espacio lo invade
helado y anhelante.
Despojada de odio
y de amor,
pero sedienta.

¡Cuán inmortal se siente
con su mortal presencia!

La Vida y la Muerte.

Hermanas en guerra.

La Vida,
el aliento.

La Muerte,
su ausencia.

¿Quién?

Ya no correrá el río
por la ladera.
Ni han de cantar los pájaros.
Han de perderse todos
los horizontes.
No brotarán más campos.
Se perderá en el tiempo
todo el tiempo.
Los mares subirán
o se habrán ido.
La piedra brotará
sobre la hierba.
Si todo sigue así,
si el hombre
mata el mundo.

¿Quién buscará quimeras?
¿Quién dirá sus plegarias?
¿Quién glorificará al Cielo?
¿Quién, Señor?

¿Quién?

Si el hombre
es un recuerdo…

Ansias de poeta

Infinitas las horas
que pudiera yo darte,
trovador interno.
¡No te dejes
arrastrar por descuidos
que hagan de tu oficio
un pasatiempo!
¡No le niegues a tu ser
el ser eterno!

Despierta tus dedos,
expulsa tus temores,
suéltalos sin recelos
en el viento.

Y en el crepúsculo de tu mirada
anida la pasión,
dale vida, color, soberanía.
Ganas de ser en este mundo
verdadera.

Ofréndale sin reservas
cada lágrima;
las risas de tus hijos
(lirios frescos);
aquel dolor ajeno
del que te incautaste.

Dale tu vida,
¡vive de versos!
Desgarra con el alma
el mundo entero
para que sientas con fervor
lo verdadero.

Pobrecita

Por un senderito
viene caminando
buscando un destino,
susurrando un canto.

Es una niñita
pequeña y bonita
portando agraciada
sus zapatos rotos.

Moquitos goteando.
De remiendos, ropa,
y, cual un tesoro,
una vieja soga.

Pasa y muchos dicen:
¡Pobrecita niña! ¡Pobre!
¡Pobrecita!

Pero no se fijan
que tú, ¡tienes tanto!
Tienes en tus manos
pobreza y encanto.

Llevas la miseria
con siete letritas.
Como tu calzado,
la tierra que pisas.

Tienes a tu madre
que plancha de día,
y de noche sufre
no darte comida.

¡Pobre!
¡Pobrecita!
¿Sólo eso te dicen?

¿No hay nadie que quite
un poco de todo
lo que a vos te sobra?

Se espantan de verlo.
De ver tus riquezas.
¡Pobre!
¡Pobrecita!

Y aun tras tu cara
y tus sucias mejillas
tenés la simpleza
de ser la más rica:

en tener amigos,
en tener caricias,
en tener un charco
con muchas ranitas.

En correr gallinas
y ver pajaritos.
Poder sonreírte
al son de un: ¡Buen día!

Para vos riqueza
son cosas distintas,
sin hadas ni duendes,
con ángel que cuida.

Tenés la mirada
como dos uvitas
y una sonrisita
como una lunita.

¡Pobre!
¡Pobrecita!

Vos en este mundo
sos rica entre pobres
y pobre entre ricas.

Aquí ya perdimos
tu cara inocente
y hasta tu sonrisa,
y sólo decimos:

¡Pobre!
¡Pobrecita!

Y vos, sin pensarnos,
vivís en tu mundo
de penas y risas.

Desamparo

Ella se desvive en un último intento
juntando sus fuerzas para retenerlo,
pero él sólo escucha las voces del tiempo
que parecen ecos llamando a lo lejos.

Ella en un abrazo, queriendo estrecharlo,
quiere liberarlo de sentirse huérfano;
y él sólo parece evadirse en sus sueños
y ungirse perdido en su propio duelo.

Ella le reclama, como siempre ha sido,
el no darse nunca, jamás, por vencido;
pero no la escucha, nunca la ha escuchado,
tan sólo lamenta, resigna su estado.

Mas ella sonríe, para ver si acaso
así él se da cuenta de que lo ama tanto;
porque tantos otros ya lo han rechazado
por tenerle miedo, o por el contagio.

De pronto se observan, y se ven llorando;
y comprenden todo lo que está pasando.
Él está muriendo, le queda tan poco,
y dejan al mundo pasar a golpearlos.

Entregada a todo, ella le sonríe,
pero él está mudo;
no mira siquiera sus ojos profundos
la parca ha embargado su luz y futuro.

Cansada y silente se aleja del cuarto,
y muy taciturna parece ir flotando,
medita en silencio su amargo futuro,
huérfana de manos que tomen las suyas
y digan “te amo”.

Tito

Manos curtidas,
rostro tostado
con el sol de trece inviernos.
Matoncito de mi barrio.

Cabecilla de banda,
que iba derramando su arte,
ése de hacer lo indebido,
a sabiendas del delito.

Duro como lo más duro,
fuerte, tosco y agresivo.
Peleador, y mal hablado,
sucio, y poco compasivo.

En el cole se decía:
“Ése no tiene destino”.
Entre la calle y la casa,
no hay lugar para ese niño.

Y aun, tan duro como piedra,
al llegar la despedida,
en el viaje de egresados
te vi llorar aquel día.

La piedra se volvió agua
que muerta se escabullía,
entre los últimos días
de lo mejor de tu vida.

En casa, con nueve hermanos,
una madre alcoholizada,
un padre que no existía,
y tu soledad marcando
un camino que no había.

Dos años pensé en buscarte
para hacerte compañía,
y compartir un poquito
de la nada que tenía.

Y me quedé en pensamientos,
para siempre conmovida,
por el día en que la roca
en agua se convertía.

Cuando al fin supe de vos,
perdí un pedazo de vida.
−El Tito se ha muerto, Betty,
lo mató la Policía.

Disfrazada de vergüenza,
con el alma corrompida,
te despedí entre fantasmas
descansado en tu porfía.

Dos monedas en los ojos
como pago tú tenías,
con las manitas cruzadas
y un rosario en letanía.

Desde ese día, te juro,
que mi vida yo daría
por haberte visitado
al menos un solo día.

Veinte años ya pasaron
de aquel sublime momento,
en que yo misma vi piedra
que en agua se convertía.

Y pienso que fue ese día,
cuando vos bien entendiste
que había llegado el final
de lo mejor de tu vida.

Poeta

Fugas de noche,
juglar travieso.
Resucitas cuando el sol
retira su esplendor
tras el ocaso en mira.

Si tan sólo fuera tu ser inquieto
y no tus ansias de tocar el cielo
por medio de papel,
tintas y sueños.

Simplemente deseas soltar tu musa
y en un vuelo de fantasma nocturno,
engatusas sin quid
la blanca Luna.

Astro.
Lustra sus versos con centellas.
Dales la forma y cadencia perfecta.
Pon en el cielo
su nombre a una estrella.

Existe

Existe una persona.

Camina por el mundo
sin rostro
con toda su capacidad
de dar sin esperar,
de oír sin hablar,
de permanecer
sin estar.

Lo sé.
Existe.

Algún día,
a la vuelta de una esquina,
nos veremos.
Y ambos sentiremos
sin saber por qué,
que somos
ese ser
que camina por el mundo,
con anhelado rostro,
con toda esa capacidad
de dar sin esperar,
de oír sin hablar,
de permanecer sin estar.

Matices

Cuando Dios creó al hombre,
lo cubrió de acuarelas
para hacer de él,
su creación más bella.

Puedes ser negro,
cual la noche oscura,
tus ojos, estrellas,
tu sonrisa, luna.

Puedes ser amarillo,
cual trigal crecido,
en oro partido.

Puedes ser blanco,
cual nube de cerro,
o la espuma del mar,
o algún recuerdo.

Puedes ser otro.
En forma o color.
En tu destino.
Saberte distinto.

¿Y eso te importa?

¿Apariencias?

Dime,
¿Cómo ves
los colores del alma,
los matices de amar?

Tus ojos

Tus ojos…
¡Cuánta belleza!

Cómo no perderme en tu horizonte
y encontrarte
tan lejos o tan cerca,
y en ellos encontrarme.
Allí vislumbro un mundo
que hechizado devuelves.
Y no es el color, ni la forma.
Son tus ojos.

Si es tu alma la que siento.
¡Cuánta belleza!
Si realmente
es tu alma.
¡¿Cómo no perderme en tu horizonte
y encontrarte tan lejos o tan cerca
y en ellos encontrarme?!

Oh, Platón,
¿ves sus ojos?

¡Cuánta belleza!

Alma

Ríes
y río.
Sientes
y siento.
Piensas
y pienso.
Cantas
y canto.

Callas
y escucho.
Hablas
y lloro.

Sufres
¡Oh, Dios,
cómo sufre el mundo!

Ella

Ella que te desvela y te acongoja,
que te estruja el corazón y lo desploma.
Que abraza inconmovible y sin descanso
tu alma atormentada.
Que invisible a tus ojos
se levanta cual peñón frente al alma.
Que nubla la mirada
y hace temblar tus labios acallados.
Que enardece el aire.
Que te aplasta
y te devora los sonidos cual piraña.
Que hace que hasta el pensar
duela por dentro.
Que ciega todo a todo el pensamiento
y anula la razón,
y la confunde,
disfrazada en temor.

Y lloras preguntando
por qué se queda y no se va,
o si se va, siempre regresa.
Y aunque tú cierres todas tus ventanas
encuentra una oquedad donde esconderse.

Y ella.
Ella, amigos, tiene nombre.
Y la conocen todos
porque crece,
y porque a todos
alguna vez les toca
el ser acompañados
algún tiempo por ella.

A ella,
los que tienen corazón
le dan un nombre.

Y la
llaman
tristeza.

Sigue con vida

Alma que llora y canta,
sigue con vida.
Alma que canta y sueña,
sigue con vida.
Alma que sueña al despertar,
sigue con vida.
Alma que despierta y sabe sentir,
sigue con vida.
Alma que siente y sabe amar,
sigue con vida.

Alma.

Si lloras y cantas,
sueñas y despiertas,
sientes y amas.

¡A Dios gracias!

Sigues
con vida.

Tristeza nocturna

Desgarrado el mundo
de par en par
dejó huir la tristeza.

La presienten los perros,
lo sé, pues aúllan.

Mi alma en ese canto
se desploma.

¡La noche es tan triste!

¿Será por los perros?

Divagan las almas
que lleva la noche
tristemente,
acaso,
negando un mañana.

Esta noche es tan triste.

Mis ojos se enturbian
en un salado néctar
y yo no sé por qué.

Tristeza nocturna,
puedes quedarte un rato,
pero luego,
aunque sé que me quieres,
he de dejarte ir.

Sigue tu camino
que yo seguiré el mío,
y cuando sea el momento
me volverás a hallar.

Y yo te daré un beso,
y juntas de la mano,
marcharemos un rato,
pero después, Tristeza,
te volveré a dejar.

Pues hoy
mi noche es triste.

Mañana,
tal vez
no.

Viajaré

Viajaré.
Siempre viajo.
Tan lejos o tan cerca
como mi alma despojada
me arrebate.
La distancia es un sueño.
Y el tiempo es un suspiro
que me lleva
más allá de mi adentro.

Lloro mansamente
si una canción
me lleva lejos,
distante de mí misma
y de mi alma,
y me hace libre,
y me hace volar
muy por encima
de mi propio recelo.

Me desnuda del tiempo.
Me abisma.
Me asusta por momentos.
Y en otros,
los sublimes,
me toma entre sus brazos
y me besa,
y me abre el pecho
y el corazón
y juega en ellos.

Y viajo.
Sin aviones ni trenes
ni zapatos.

Viajo.
Y voy tan lejos
que nadie
aunque quisiera,
con todo su amor
o su desvelo,
llegaría a alcanzarme,
ni siquiera
en sus sueños.

Y viajo.
Viajo sola.
Y soy libre de mí.

Y allí sueño.
Y me hago música.
Y lloro.
Y nazco.
Y muero.
Y viajo.

Viajo
adonde
yo quiero.

Algún día
viajaré hacia mi ocaso.
Con el alma tan alta
que el viento me despeinará
con sus manos sin dedos.

La hierba
bendita de rocío
teñirá mis pies
con el tono más verde
que recuerde.

La Luna,
en un ensueño,
velará mi destino.

La lluvia
me bañará
dulcemente
de la cabeza a los pies
y me helará la sangre.

Marcharé sin abrigo.
Amo el invierno,
en él siento que vivo.

Viajaré.
Lo prometo.
Si no quedan senderos
con mi alma o mi carne
construiré mi camino.

Viajaré.
¡Siempre viajo!

Viajaré
porque vivo.

¿Por qué existen los amigos?

−¿Por qué existen los amigos? −preguntó Teodoro a San Pedro, reposando sus alitas, sentado sobre un girasol en el jardín de la Eterna Alegría. (Teodoro era el angelito más pequeño y travieso del Cielo).
−Los amigos existen para ayudarte y apoyarte. Son los que te escuchan, te respetan y te aman por ser lo que sos.
−¿Sabe? pregunté todo el día y me dijeron mil cosas hermosas. Y a pesar de eso, aún no entiendo bien −dijo con su pequeña frente arrugada de incertidumbre−. Me voy, pero esta tarde vengo a ayudarle a correr los muebles para los efectos especiales de la tormenta −se despidió Teodoro.
Como tenía las alitas cansadas se paró junto a María y, tan pequeñito, le tironeó el vestido para que se diera cuenta de que era él quien hablaba, y preguntó con esa voz graciosa de niños pequeños:
−Ma, ¿por qué existen los amigos?
María, tomándolo en sus brazos, se acomodó en un puf de nubes arreglándole los rulitos alborotados, y sonrió al verlo con los cachetes rojos como un tomate de tanto corretear.
−Los amigos existen porque siempre necesitamos otro corazón para compartir tiempos de gozo y de tristeza. Y para tener con quien recorrer el camino −contestó serenamente.
−Entiendo −contestó pensativo, pero en su corazón la llama del misterio por ese sentimiento quemaba sin descanso.
−Mirá, Teo. Creo que lo mejor es que hables con Dios. Él tiene todas las respuestas, es a Él a quien debiste recurrir primero. Porque te Ama, y conociéndote como te conoce va a calmar tu pequeño corazón y darle una respuesta.
−Tenés razón ¡Gracias, mami! −se despidió con un abrazo y un enorme besote con ruido, de ésos que tanto le gustan a ella−. Después vengo a tomar la leche.

La inquietud de Teo lo había llevado a recorrer el Cielo entero y, entretanto, ayudó a unos angelitos a salpicar acuarelas en el alba; con otros sacudió las nubes haciendo garuar finito sobre los campos, y también jugó un rato con un globo de gas que a Alessandra, del Brasil, se le había escapado.
Ya se acercaba al Huerto de Dios, cuando imprevistamente se asomó por una ventanita de nubes al mundo. Allí, en la tierra, llamó su atención un niñito de unos ocho años en el costado de un potrero, observando a otros niños jugar (tenía los ojitos más tristes que jamás había visto). Miró un poco más lejos, cinco cuadras más allá; allí vio el futuro de ese chiquito que ya había crecido y permanecía solo, porque la vida había sido dura con él y prefería esa soledad a salir más lastimado.
Triste y apesadumbrado lo encontró Dios, Tata Dios, como le decía Teodoro de cariño.
−Hola, Teo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué esa cara tan larga? −preguntó Dios, porque el querubín había encogido las alitas que regaban plumitas de tristeza, y estaba a punto de romper en llanto.
−Yo quería saber por qué existían los amigos −pero la pena lo venció−. Acabo de ver un niñito en la tierra que estaba solo y triste. Los años pasaron y seguía igual. ¿Por qué, Tata? −preguntó lleno de angustia, porque los angelitos chiquitos como Teo, por su pequeñez, desconocen muchas cosas de nuestro mundo.
−Mirá, vos acá estás rodeado de amigos: los ángeles y santos, los mártires, María, y Yo que siempre y para siempre voy a estar con vos. Pero en la tierra no siempre hay amigos que adviertan tu soledad y la alejen −respondió Dios, secándole las lagrimitas con un pompón de nube.
−Sí, pero… ¿No podemos hacer nada para ayudarlo? −preguntó Teo conmovido.
−Podemos, Teo. Pero no es simple −contestó el Tata.
−¿Entonces? −preguntó el querubín.
−Podríamos mandar a alguien −contestó Tata Dios.
−¿Yo puedo ir? −preguntó Teo con tal carita, que casi derrite las nubes alrededor, mientras salpicaba con su llanto las pantuflas de Dios que permanecía pensativo, y las plumas de Teo continuaban cayendo y llegaban a la tierra: una para un niño en un parque, otra para doña Teófila que colgaba la ropa, otra más acá, otra más allá. Era una sutil lluvia de plumas. (¿Seguro que más de una vez vos viste caer alguna del cielo y te preguntaste de dónde venía, no?).

−¿Sabés, Teo? Todo ángel alguna vez mira el mundo y ve alguien solo, y baja a la tierra dejando sus alas. ¿Por qué existen los amigos, me preguntaste? Existen porque en la tierra no hay ángeles alados.
Los amigos habitan desde siempre tu corazón y calientan tu alma, como ángeles.
Por eso, podés ir a la tierra. Allí nacerás, y crecerás y cierto día
encontrarás a un niño junto a un potrero, con la carita triste. Y vos mismo, sin saber por qué, lo vas a invitar a jugar y él nunca más estará solo, y vos, en el fondo de tu corazón, entenderás por fin por qué existen los amigos.

Pedro

Pedro cada día al bajar del transporte se arrastra pesadamente, regresando a su casa por las mismas calles de su pueblo, sin notar siquiera los cambios del paisaje.

En su jornada laboral conduce un colectivo, y gasta la monotonía de sus días sintiendo que la vida se le escapa inevitablemente entre las ruedas y el asfalto interminable de la ciudad.
Sólo lo devuelven escasos arreglos en las calles, o algún desafortunado accidente que lo obliga por segundos a cambiar el indistinto escenario. Y mientras se le va la esperanza, deja volar sus sueños de pájaro enjaulado:
“Algún día voy a manejar en larga distancia. Éstas calles me agotaron. Volver a Buenos Aires, ¡cómo lo desearía! Allá todo es más veloz. El paisaje cambia a cada instante, ¡hasta los ladrones! Nunca te asalta el mismo, siempre hay caras nuevas.
Cuando vuelvo a casa, los chicos están bien, parecen felices; eso es un consuelo. Ellos no conocen la vorágine de la ciudad. Mejor, así no extrañan.
La casa necesita arreglos. Mañana, que tengo el día libre, quizá pinte un poco, si es que no me piden que salgamos a pasear, para que vean otras caras y cambien el paisaje. Aunque la gente y la ciudad son mi paisaje cotidiano.
Espero no tener que compartir el mate con Tota. Necesito descansar un poco; para ver viejas agrias, demasiado con las pasajeras que se quejan por todo: «Baje la velocidad», «Frene despacio», «Aquélla fuma». Realmente, una visita la Tota es lo que menos necesito, con su mate amargo, con lo amargo de esta vida.
Cuando llegue voy a hablar con María. Voy a decirle que quiero cambiarme a otra empresa. Necesito viajes largos, o me hago camionero; cualquier cosa para dejar de estar muerto.
Caminar estas cuatro cuadras sólo sirven para aumentar la agonía. Por suerte acabaron, tal vez pueda descansar un rato.”

(Trata de abrir la puerta, pero está trabada. Toca el timbre. Se oyen pasos desganados hacia la puerta).
−¿Quién es? −pregunta una voz despóticamente del otro lado.
−Soy yo. Apure, Tota. Abra que estoy cansado.
−Bueno, bueno. No te quejes que estás todo el día sentado. Ojalá yo pudiera hacerlo −le responde la mujer, que no ha trabajado en su vida.
Pedro atraviesa el umbral del desaliento y lo cierra. Cuelga las llaves y tras Tota empuja su alma a la cocina.
−Hola, María, ¿cómo estás? −pregunta con los ojos cansados y una mueca que con mucho esfuerzo podría parecer una sonrisa.
−Hola, amor. Todo bien. Estaba cebándole unos amargos a mamá. ¿Qué tal tu día?
−Como siempre −dice buscando acomodarse en su trono de la cabecera, pero Tota impone su gruesa e inamovible presencia desafiante. Pedro hoy no tiene fuerzas para luchar por su derecho y termina por buscar otro puesto, y descarga sobre ese asiento todos sus sueños mientras el peso de su alma le roba el aire y carga su mirada con el líquido salado del fracaso.
−¿Un mate? −pregunta con cariño María, que conoce a su esposo y a los demonios interiores con los que pelea cada día.
−Bueno…− contesta Pedro, resignando la vida. Y para sus adentros piensa que eso es vivir. Recibe el mate, pero con la mirada y la mano esperanzada busca una cuchara y desborda de azúcar el tibio recipiente−. Para amarga, demasiado la vida −dice bebiendo satisfecho el dulce néctar. Pensando simplemente que hay que vivir lo mejor que se pueda. Es su deber y no dejarse envolver por la amargura. Después de todo, mañana será otro día, con nuevos sufrimientos, pero también nuevas alegrías.

La rayuela

Ella lo miró con tal dolor que él no pudo menos que bajar la cabeza. Tenía puesta la blusa azul que él le había regalado unos meses atrás.
La vida es dura cuando uno quiere hacer lo correcto. Es más, si elegís el camino fácil, todos parecen aliviados; los alejás intrínsecamente del autojuicio.
La amistad que tenían era tan pura y perfecta, que difícilmente alguien pudiera creer que eran amigos. Pero lo eran, de los mejores.
Ella le pintaba las camisas con ridículos emblemas que él no comprendía; pero así era ella, le gustaba marcar a sus afectos con sus habilidosas manos de artista. Pero su verdadero arte era la incondicionalidad de su afecto.
Él era más simple. Leía algo de poesía. No creía en las filosofías modernas que, según él, sólo hacían ensalada mixta en cerebros que a la larga se perdían en el vinagre con que todo eso se mezclaba. Andaba en bicicleta tres veces por semana y la invitaba seguido a recorrer ferias hippies (que eran la fascinación de ella). A él le fascinaba verla tan alegre con tan poco.
Compartían todos sus secretos cándidamente y sin tapujos; nada del otro los espantaba. Se conocían demasiado para sorprenderse.
Los amigos mutuos gastaban bromas en su honor: “Tal para cual” decían, “¿Amigos? Sí…, seguro…”. A veces, hasta parecían celosos de la complicidad con que él y ella se entendían, una mirada, un gesto, un silencio parecían contener a todos tratando de descifrar lo que los silentes se decían.
Pero el día llegó, él lo sabía y ella también. Ese día siempre llega.
Cuando ella lo escuchó, bajó corriendo escaleras abajo dejándolo con la palabra en la boca. Desde ahí pareció borrar esas palabras, ignorarlas, alejando el dolor. Él, impotente y solo, no queriendo que ella sufriera, pero sabiendo que eso era imposible.

Y el momento temido se presentó impiadoso. Sus ojos se encontraron, cómplices de sus corazones a pesar de que a ambos les costaba enfrentar el tiempo.
Él con sus manos le levantó la cara, cuyos ojos sujetaban las lágrimas con tal fuerza que su mirada era roja como el fuego. Esos hermosos ojos, pensaba él, por su culpa debían sufrir. Entonces, por un instante, ella lo observó convertirse en aquel niño pecoso que años atrás le convidaba su helado y le soplaba las rodillas lastimadas por haberse raspado en la vereda. Él también lloraba, en silencio, con las lágrimas más tiernas que nunca antes ella le había visto.
La burbuja que la cubría, lentamente se fue empequeñeciendo, hasta que desapareció y ambos se fundieron en un dolor tan dulcemente abrasador que parecieron uno solo. Lloraron, lloraron y lloraron. Y lloraron, y lloraron, y lloraron hasta que de tanto llorar comenzaron a reír como dos tontos. Y rieron, y lloraron, y lloraron su risa, y, finalmente, rieron su llanto.

La tarde se perdía. La banda de cómplices los acompañaba como apoyo logístico. Testigos voluntarios e incrédulos de la escena.
−Chau, viejo. Cuidate −dice ella y sonríe casi estúpida, y lo vuelve a ver pecoso y en bermudas.
−Chau, loca. No te hagas vegetariana, por favor −dice él torpemente, buscando relajarla y relajarse.
Ella lo abraza y él responde, y ella lo estruja tan fuerte que lo deja sin aire. Imprevistamente, ella le agarra la cara entre las manos, lo besa fuerte en la boca, pero lo suelta en el acto.
−Cuidate −dice ella y él entiende, y sonríe mientras los testigos están mudos de asombro.
Mientras se alejan se abre una gran puerta y él entra, y ella sigue su camino. Prefiere no volver la vista atrás, al menos no por ese día.
−¿Lo amas? −le pregunta una amiga que la lleva del brazo.
−Por supuesto −contesta enjugando la pena resignada.
−¿Y dejas que entre al seminario?
−Lo amo como amigo. No confundas.
La joven la observa y trata de descubrir lo que ella piensa, pero es imposible; solo él puede.
−Cuando encuentres a alguien como nosotros lo hicimos, te aseguro que vas a entender −dice despeinándose un poco para alejar la tristeza.
Y ante la mirada de todos desentona una canción de infancia recordando cuando ambos la cantaban bailando, pecosos, sucios y descalzos en la vereda, sobre una rayuela gastada donde juntos jugaban a llegar al cielo.

A corazón abierto

Era el día perfecto. Todo estaba dispuesto. Hasta yo. Tomé una daga élfica y me abrí el pecho. Aguanté sin anestesia mientras del hueco emergían los líquidos pertinentes. Parecía una acuarela en sus tonalidades, de blanca a verde, de verde a azul, de azul a rojo y de rojo hasta negro, y así volvía a empezar con mil combinaciones, desde las hermosas hasta más espeluznantes. Miraba en el espejo, frente a mí, el reflejo del carnoso elemento, temerosa de ajarlo y destruirlo definitivamente. Por fuera se veía golpeado; si fuera una autopsia dirían que tuve una vida bastante agitada en cuanto a penas se refiere.
Si he de ver qué hay dentro y entender un poco, lo tengo que abrir, no hay otra forma. Me tiembla la mano, me suda, tengo miedo de lo que encuentre dentro. Sería demente pensar que podés abrirte el corazón y no impresionarte un poco al menos.
Me impacta la rigidez del pericardio, empeñado en no dejarme seguir adelante. Tal vez piensa que es mejor dejar todo como está. Quien ignora no peca, creerá. Llegué a la carne de mi alma y sin pensarlo mucho la abrí en dos, pero, ¡qué imbécil!, dejé los lentes lejos, y no puedo más que tratar de ver lo que hay allí entre las borrosas imágenes que percibo. ¿A quién se le ocurre operar sin lentes? ¿Será por eso que necesito esto? ¿Será que sólo a mí me ocurren estas cosas?
A seguir. Ya está hecho. Ahora, a mirar bien y ver qué hay. ¡Qué extraño! No sabía que el corazón se dividía en dos, ¿O será sólo el mío? Uno derecho, uno izquierdo. Y hay dos latidos, uno sordo, el otro agudo. ¿Seré normal o una rareza digna de estudio? Desde acá todo se ve en orden, es una biblioteca limpia y ordenada, los libros están perfectamente rotulados, cada cual con su nombre, cada uno según su función. Recorrer un poco no haría mal.

Sección infantil, no hay mucho que recuerde de lo que hay, pero una pequeña nota escrita con letra de adulta me devuelve a ese tiempo: “Te quiero hasta el cielo ida y vuelta, infinitas veces. Papá”. Pensar que hoy ya no nos decimos esas cosas, pero es bueno recordar que alguna vez lo hicimos.
Sección juvenil: “El diario de Ana Frank”, lo recuerdo porque así me sentía, aunque deseaba ser Josephine March o Laura Ingals, pero encontré “Nunca más” y no puedo evitar pensar, ¡Por Dios, que nunca más!
Esa época transcurrió entre la historia de las guerras mundiales, la Revolución de Mayo y otras mil batallas, y cada una como si yo misma las hubiera librado en la soledad de mi mente y de mi alma. Sobreviví con dignidad. Eso merece una mención especial. Entre las páginas hay algunos zorros como los del Principito, que se transformaron en amigos, y de más está decir que lo seguimos siendo. Época plagada de fantasmas donde yo era una rareza más, cual Salvador Gaviota. Aunque si he de ser sincera, nunca volé, aunque a mi alrededor muchos volaron y se estrellaron contra las rocas de la orilla y ahí murieron, y murieron, y murieron.
Kafka me mira, y en su metamorfosis me envuelve y nos sentimos uno, pero yo prefiero llevar una vida y una muerte más humanas, así que me alejo del recuerdo sombrío de ese tiempo.
Está todo ordenado, pero hay un hueco en la biblioteca y, aunque generalmente pudiera obviarlo, en honor a que quería saber qué estaba mal tengo que revisar los legajos y ver que falta.
Acá está, lo encontré. Lo que faltaba debería inquietarme, pero no es así. Tal vez esa parte nunca estuvo cubierta o me he acostumbrado ya a aquella falta ¿Cuál es esa carencia? Podría decírtelo, pero no. Yo lo sé y, después de todo, uno debe vivir la vida que le toca sin vueltas ni excusas. No te enojes, abrí mi corazón para ver qué había, pero que estuvieras conmigo fue sólo casualidad, o tal vez no.

Debo cerrar. Pero esperá, acá tengo unos jazmines y unas rosas. Le van a dar mejor aspecto al lugar, no porque tenga el corazón muerto y lo esté velando (no te rías, o sí, ya no me importa). Es porque lo merece. Me ha sobrevivido, a pesar de todo. Sigue marcando su paso fiel, aunque más de una vez pensé que se había callado y me dejaba, o lo dejaba...
Yo pensé que era muy duro, pero es tan blando que parece derretirse entre mis dedos. Debo cerrarlo pronto o cualquiera podría descubrir mis secretos y acaso saber que sigo siendo humana, hija, hermana, madre, esposa, amiga, persona. Esas cosa que antes creía tan distintas, y a medida que pasa el tiempo descubro que son como son, sin receta ni anestesia.
Lo cerré con un hilo invisible de locura y misterio. No quedó tan mal, teniendo en cuenta que no soy cirujana.
¿Sabés?, me gustaría que esto quedara entre vos y yo. No sé si los demás entienden que a una se le dé por abrirse el pecho y el corazón para mirar adentro.

Si he de ser sincera, mentí un poco. Por supuesto que hay cosas que pueden mejorarse y hasta cambiar (no soy perfecta). Pero temo que si aumento la presión, el corazón colapsará. Así que de a poco (te prometo) lo voy a ir cuidando para que cada vez esté más sano y, si se puede, más abierto (figurativamente hablando), por supuesto.
Gracias por asistirme en silencio, y no burlarte. No es fácil hablar como te hablé, a corazón abierto.

Badas de escritor

Estaba cansado hasta el hartazgo. Cada vez que se desvelaba escribiendo, entre las sombras, esquivos de su vista, corrían jugando a las escondidas. Lo distraían. Tal vez era un juego para ellos, pero él necesitaba concentrarse y le costaba hacerlo si cada vez que bajaba la vista se cruzaban con meteórica rapidez atrayendo su atención a la vacuidad de un espacio en donde, lo sabía, sólo él debía estar.
Los percibía. Espectros que se escurrían burlones e irrespetuosos de su trabajo. Decidió prudentemente, dejarles un mensaje solicitando amablemente que buscaran otro sitio u horario para transitar el estudio. Pero a pesar suyo, seguían correteando de acá para allá.
El segundo mensaje fue más contundente, y en petición requería abiertamente un cese de visitas. Pero esa noche, todo marchó igual. No pudo escribir. Después de la segunda visita, fastidiado, se retiró diciendo antes de cerrar el estudio:
−Es civilizado el pedir las cosas amablemente, pero lo es responder educadamente a la petición o exponer el porqué es imposible cumplirla.
Tercera noche. Nuevo pedido, esta vez enérgico, escueto y directo: “Señores, respeten mi espacio”. Pero la cuestión empeoró, ya casi no le dejaban bajar la vista.
La cuarta noche prefirió no escribir y dejarlos plantados. Si se divertían a costa suya, al menos no por esa noche.
Quinta velada: sin moros en la costa, una hora tranquila y solitaria de trabajo. Después, volvieron los fantasmas a bailar a su alrededor.
La sexta noche dejó una nota: “Les ruego tengan a bien, al menos, dar la cara”.
Séptima noche frente al escritorio; casi temía encender la pantalla. Sabía perfectamente que aparecerían ni bien bajara la vista.

“Si hay decencia en ellos, acudirán a la cita y podremos concertar”, dijo en voz alta. Y empezó a escribir la misma página de toda la semana, ésa que nunca pudo continuar. Pero era imposible, sentía que bailaban en una comparsa de sombras vacilantes, que obviamente desaparecían no bien levantaba la vista.
Vencido, torturado e impotente, cerró el estudio. Decidió muy a pesar suyo, escribir de día, cuando el movimiento diario lo distraía, o bien, pasaba a ser un huraño distante al género humano (al que ignoraba) para poder viajar a su mundo de palabras y así dar vida a nuevas personas, lugares y mundos.
Con resultado alentador, pudo avanzar la historia. Le molestaba la culpa de este trabajo que lo apasionaba, por el cual borraba al resto de la humanidad. Corrigió la historia y la llevó al editor, que se sintió satisfecho por el trabajo, pero no pudo evitar ver en aquel hombre un gesto desconocido.
−Dijiste que te gustó…, ¿qué pasa?
−El trabajo es excelente.
−Sí, pero…
−No me hagas caso.
−Me gustaría conocer tu opinión más sincera. Tengo derecho, ¿no?
−El trabajo es excelente. Pero vos en él no parecés el mismo.
−Es que el cansancio me afectaba. Y empecé a ver cosas por la noche, no podía concentrarme. Sombras. Cansancio. Qué sé yo…
−Ah…Ya veo. No te preocupes, a todos les pasa.
El escritor lo miró dubitativo, pero el editor continuó:
−¿Sombras? −preguntó risueño.
El escritor pensó que lo único que le faltaba era que lo creyeran loco, pero el editor continuó hablando:
−A esas “sombras” algunos les dicen visitantes nocturnos, otros, fantasmas. Mi padre bautizó a uno Pedro Negro; lo hacía entrar en el
mundo de lo irreal, el saber que estaba allí lo hacía creer más firmemente en sus historias, les daba “magia”.

Decidido, se dejó tragar por la oscuridad del estudio. Encendió la pantalla y con un poco de licor y la pipa lista bajó la vista y empezó a escribir, y sonrió cuando Pedro Negro le rozó con su sombra la espalda; podría jurar que lo palmeaba.
Y así transcurrieron sus días, perdón, sus noches de escritor, continuamente visitado por los fantasmas de la imaginación bailando a su alrededor, en una comparsa interminable que siempre desaparecía cuando levantaba la vista, pero allí estaba, incitándolo a soñar despierto, a dejar volar los dedos recreando el mundo.
El libro más vendido que escribió se llamó Los badas, ése fue el nombre con el que finalmente los bautizó. En el libro hablaba de ellos y sus nocturnas visitas, y de cómo, siendo escritor, soñaba con algún día ser un bada y unirse a la comparsa invisible de musas que inspiran y ayudan a dar vida a nuevas historias.

Amor de Luna

La Luna se mueve sobre la Noche que de par en par le abre los brazos para recibirla con esa gracia que sólo ella puede desplegar. Conversan relajadas, mientras la Brisa pasa con su leve murmullo, y con un cordial saludo sigue su paso etéreo sobre el ancho mundo.
Hace tiempo que la Luna al pasar sobre el Río, no puede evitar sentir a la Tristeza que ha invadido al Agua, la Arena, la Roca y la Sombra. Quisiera hablarle, pero piensa que la Tristeza es así, que hay que dejarle un tiempo y un espacio para ser ella misma, y luego, cuando esté lista, tratar de animarla un poco.
Pero el tiempo pasa y al Agua, la Arena, la Roca y la Sombra se le han sumado el Aire, la Brisa y la Noche, y ninguno puede decir cuál es la razón de que la Tristeza esté tan arraigada. Todos parecen ignorar el motivo, y ella teme que, de saberlo, caería también impotente en el abrazo de la Tristeza.
Trata en vano de pasar por encima de todo, de que la Conciencia se pierda, de que la Ignorancia la acompañe un tiempo, que el Tiempo lleve a la Tristeza a otro lugar, y ella, la hermosa Luna, seguir siempre viviendo en su mundo feliz. Pero lo más importante, que la Tristeza nunca la toque.
Por un tiempo la Ignorancia le hizo compañía, pero el Tiempo despertó a la Conciencia y juntos le pidieron a la Ignorancia que se alejara.
El Miedo, que era el que callado había dominado a la Luna, fue descubierto por la Conciencia, y el Valor se hizo presente, y de la mano de la Conciencia, también lo alejaron.
La Luna, con Interés, se acercó al Río, allí donde por primera vez sintió a la Tristeza, y descubrió un pequeño bulto al lado del Agua. Se acercó un poco más, era un hombre con la Tristeza abrazándolo; allí estaban también el Dolor, la Soledad y la Pena. La Curiosidad la empujó y, por un instante, los ojos del hombre y la Luna se encontraron. Allí ella pudo percibir que el Dolor, la Soledad, la Pena, el Desconcierto y la Tristeza no estaban con él; simplemente, él los llevaba dentro, y ella se asustó. El Horror, sin perder tiempo, cubrió sus ojos con el Miedo y la apartó. Después de todo, él sólo era un hombre, sólo un pequeño e insignificante hombre.

Por un tiempo, al pasar sobre el Río, se cubría con la Indiferencia o miraba a la Distracción, pero la Tristeza y el Dolor eran tan profundos que el Silencio hacía crecer su eco en la bóveda de la Noche. La Compasión esperaba a que la Luna se diera cuenta de que cuando un ser sufre, todos los demás, de algún modo, son tocados por el Dolor; e ignorarlo sólo lo aumenta sumándolo a la Indiferencia y al Miedo. Por eso, le habló con la Dulzura y la Empatía de su lado para que se acercara al hombre y, así, todos pudieran entender.
La Luna ya no podía negarlo y alejó al Miedo y a la Indiferencia. Conmovida, se acercó al Río que lloraba su cauce con la Tristeza y el Dolor en compañía.
−¿Hace mucho que ese hombre te visita? − pregunta al Río.
−Hace dos años. Con frío o calor, llueva o no, se acerca un rato cada noche y solitario permanece mirándome −le contesta.
−¿Por qué lo hace? –pregunta la Luna.
−No lo sabemos. Parece esperar algo. A veces la Tristeza no le basta y se cubre con el Llanto, y el Sueño compasivo lo mece un rato.
−¿Y qué hacen con él?- pregunta la Luna con Interés.
−Lo acompañamos. Él no puede vernos, pero aquí estamos. Esperamos con él. Cuando ves sus ojos, es imposible dejarlo. Se nos ocurrió pensar que tal vez espere la Muerte, pero ni ella podría soportar llevarlo con tanto Dolor a cuestas.
−¿No le preguntaron qué le sucede? −dice la Luna.
−¿Cómo hacerlo? Ninguno de nosotros puede hacerse persona; pero vos, vos no sos como nosotros. Ellos te hablan y siempre se detienen a mirarte. Podrías hacerlo si quisieras... −dice el Río, y la deja pensando.

Piensa con el corazón, y animada por la Razón y la Compasión, llama a la Fuerza y al Amor y, despojada de su forma, baja cerca del Río.
Camina con Cautela y Serenidad, y sin gran esfuerzo llega a la orilla donde está el hombre; la Tristeza y todos los demás toman distancia al verla descubierta, con una presencia tan hermosa a pesar de estar despojada de su vestido níveo.
Ella se acerca con Temor, pero llama a Coraje y éste le da fuerza, pues es la primera vez que la Luna baja en esa forma tan pequeña y humilde.
Después de un rato, el hombre que no se había inmutado con su presencia, al ver que ella permanecía allí, toma un termo y en un vaso que tiene coloca café y se lo ofrece sin hablar. Ella lo toma y bebe, sabiendo que no debe, pues en su puro color, el café puede mancharla.
−¿Puedo hacerle una pregunta? −susurra, pero él no responde.
Realmente, verlo tan cerca la impresiona más; el Dolor es tan profundo que ella casi no puede respirar. Él parece notar su malestar y lentamente comienza a hablar.
−¿Me creería si le digo que la he visto antes? Hace unos días vi reflejado su rostro en el Río. En el fondo sentí que era una señal. ¿Suena tonto para usted?
Ella lo mira cabizbaja y no contesta.
−¿La he visto en el Río, verdad? No era mi imaginación, o tal vez sí; estos días ya no sé que pensar.
−No señor −dice la Luna piadosa−. No era su imaginación. Yo también lo he visto en el espejo de agua.
El hombre vuelve a sumergirse en el Silencio.
−¿Por qué siempre viene acá? –pregunta la Luna.
−¿Usted no es de aquí verdad? −pregunta él.
−No, lo siento. Estoy de paso.
−Lo suponía. De otro modo no se hubiera acercado.
−No veo por qué no habría de hacerlo −dijo la Luna extrañada.
−Soy Albert Biel −dice, como esperando que ella lo reconozca. Pero ella lo mira extrañada. Obviamente, no sabe quién es.
−Debí suponerlo −dice el hombre nuevamente taciturno.
Esta vez, es ella la que calla. Él está tan triste, tan dolido que teme preguntar más.
−¿Sabe? Yo tengo una hija, se llama Carolina y es hermosa −dice dubitativo. Los labios le tiemblan, parece no poder seguir hablando, pero toma aire y sigue−. Ahora tendría, tiene, catorce años −dice corrigiéndose y se queda mudo.
−¿Y ella está bien? −pregunta la Luna.
Él se encoge de hombros y niega con la cabeza. Luce confuso.
−No lo sé −dice apretando los labios−. No sé.
−Disculpe, pero no entiendo −dice la Luna.
−Mi hija desapareció hace dos años; un día salió de la escuela y nunca regresó. Y no escapó, si así lo piensa. Nunca hubiera escapado −dice enojado.
−Lo siento mucho −musita la Luna−. No sé que decir.
−Nadie sabe qué decir, nadie se acerca ya, tienen miedo de sentir lo que yo. Le temen al Dolor, pero más le temen a pensar que a ellos mismos les pueda pasar. En estos días esto se está volviendo común, como si la tierra pudiera tragarnos a su antojo y a nadie le asombrara. Es más, le dan razones para justificar la ausencia. Pero mi hija era un ángel sin alas en un mundo de demonios disfrazados, y la lengua de los impíos trata de manchar su ausencia. Por eso estoy aquí, por eso estoy solo y la espero, porque algún día ella va a volver, lo sé. Éste era su lugar favorito y ahora es mi refugio. Acá al menos por un rato, la estoy esperando. ¿Y usted por qué está aquí? −pregunta finalmente−. No tiene cara de cazanoticias, y yo ya no soy noticia.
−¿Me creería si le digo que estoy por usted? −dice la Luna con sinceridad. Él calla y cierra los ojos, y una lágrima solitaria le recorre la cara aferrada a las mejillas como si no quisiera terminar de caer nunca. Suspira fuerte, como sacando de adentro todo el aire espeso que le queda.
−Lo sabía. Sabía que vendría −dice el hombre, y cubriéndose la cara rompe en llanto como un niño pequeño, abandonado y solo.
−¿Puedo hacer algo por usted? −pregunta la Luna no pudiendo contener su propia pena contagiada por el hombre que llora, llora, llora y llora por largo rato, hasta que de a poco consigue serenarse.

−¿Puede hablar con Dios? −pregunta él finalmente.
−¿Con Dios? No comprendo −dice la Luna, pero él le clava la mirada, una mirada de dolor pero también de seguridad.
−Sé quién es usted. El otro día, cuando pasó y me miró, supe de inmediato que volvería. Mi hija siempre decía que la Luna hablaba con Dios y que Él la escuchaba, porque ella había sido puesta en el Cielo para velar por los hombres, y lo creo... −dice tomándola de la mano.
La Luna se sintió desnuda ¿Cómo podía aquel hombre saber quién era ella?
−¿Puede hablar con Dios? −vuelve a preguntar él. Mientras la Tristeza, el Dolor y los demás están cada vez más expectantes de todo lo que pasa, él toca a la Luna sabiendo quién es, y encima le pide que hable con Dios.
−¿Qué debo decirle? −pregunta finalmente ella.
−Dígale, por favor, que aún creo en Él, que sé que me escucha, pero con todo esto me es muy difícil escucharlo, y que si Él puede escuchar a mi hija que la cuide y la ayude a regresar, pero si eso no es posible, porque está muerta, que por favor, la lleve consigo y la cuide por mí. Sé que lo hizo y lo hace, pero necesito pedírselo, para poder seguir viviendo.
La Luna llora y alrededor de ella se revela un aura luminosa, y siente que la forma humana que había adquirido la iba dejando.
−Le prometo que hablaré con Dios y le diré todo lo que me ha dicho, aunque Él ya lo ha escuchado, téngalo por seguro −le responde.
−Lo sé −dice el hombre con ojos dolidos, pero esperanzados−. Usted está aquí, y eso lo prueba.
La Luna, que debía marcharse, se detiene y lo mira extrañada.
−Hace tiempo que le pido a Dios una señal. Hoy hace dos años que mi hija desapareció. Sé que el Dolor y la Tristeza nunca se irán de mi lado, pero la Fuerza que ha traído y el Amor que la movieron permanecerán conmigo tan fuertes como el Amor de mi hija. De a poco voy a salir adelante, sólo le pido que cuando pase cerca me mire, para saber que no me ha olvidado y que puedo contar con usted. Todos necesitamos a alguien, y su presencia me ha dado fuerzas para seguir. Sé que otros no tienen tanta suerte, que en estas cosas es muy difícil que la gente se interese por uno mucho tiempo. Por eso, gracias, y, por favor, hable con Dios. Por un tiempo estaré aquí, pero cuando no lo esté, no será porque olvidé a mi hija, por ella debo seguir adelante. Se lo debo, porque la amo.

La Luna se despidió y esa noche, aparecieron nuevas manchas en ella; nadie se pudo explicar el porqué, solo ella y él lo sabían. Y como no quería que la vieran llorar, se cubrió con un velo sutil de nubes.


Ella habló con Dios y le dijo todo lo que Dios en su infinita omnipotencia ya sabía.
De vez en cuando ella ve al hombre caminar por las calles, a veces solo, a veces acompañado. Aunque siempre, muy cerca, ve a la Tristeza que no lo ha dejado, pero la Esperanza y el Amor también están con él.
La última vez que lo vio, tenía un niño en sus brazos, tal vez su hijo. Señalándola, le indicó que la saludara y el pequeñín batió sus manitas desesperado como si supiera que ella lo veía.
El hombre la miró y con mirada cómplice la saludó y siguió su camino, y siguió adelante. Por Amor.
Y por Amor, la Luna lo iluminó un rato y caminó junto a él desde ese Cielo enlutado, en la Noche que más que nunca le abría los brazos porque sabía quién era ella, y que era su Amor lo que la hacía caminar con esa gracia con que sólo ella podía hacerlo.

El regreso

Amanece suavemente. El sol entra por las ventanas empujando la negra soledad que, temerosa se oculta en los rincones.
−¿No hay café? −pregunta Elena desperezándose y sonríe. Enciende el hornillo de la cocina. Enzo está de pie frente a la ventana que, abierta ilumina su juventud de par en par.
−Buen día −la saluda–. Sabés que nunca prepararé café.
−Era una broma. Ya te sirvo el desayuno −dice Elena con esa mirada que a él lo derretía.
Elena desayuna en silencio mientras corrige su libro. Él la acompaña sin hablar. De vez en cuando ella lo mira y se divierte al verlo impasible como losa de mármol a pesar de sus cortos años.
−Tengo mucho trabajo −dice Elena, sabiendo que él detesta que trabaje tanto.
−Voy a estar afuera −responde resignado.
Y él sale de la casa mientras ella recoge la mesa. El desayuno de Enzo está intacto. Finalmente, se sienta frente a la máquina de escribir y despierta sus viejos y arrugados dedos que comienzan a bailar.
Una, dos, tres horas y siente hambre; quisiera seguir, pero la edad le pesa. Además, ha dejado a Enzo demasiado tiempo solo. Siempre se amaron, pero no es fácil.
−El almuerzo está listo. ¿No venís? −dice Elena asomada al jardín, pero no puede verlo. Ella siente la soledad y no le gusta; últimamente la detesta.
−Enzo, vení, por favor… −dice tratando de no mostrar su angustia.
Él aparece, se sienta frente a ella y mira el plato sin hablar.
−Acompañame, ¿sí? Finjamos que mi comida te gusta como antes −dice ella poniendo carita de pollo mojado. Entonces él, rendido, finge complacerla.
El almuerzo es tranquilo. Ella le cuenta de su vida y se siente joven otra vez.
−¿Y vos no contás nada? −pregunta finalmente Elena.
Él resopla y la mira, con los brazos cruzados, desconcertado, golpea su espalda contra el respaldo de la silla.
−No voy a inventar una vida interesante sólo para entretenerte −responde.
−Por favor… −dice con esa carita que pudo haber conquistado a los hunos.
−No puedo. Me voy un rato y vuelvo antes de la noche −dice con la mirada dolida y sale de la casa dejándola con el plato servido y los ojos llenos de lágrimas. Ella lo necesita y él se resiste a entenderlo. O, tal vez, es ella la que resiste.
Cuando él regresa, ella está sentada en una banca del jardín con los ojos hinchados y un poco perdida. No le gusta estar sola, aunque por mucho tiempo se había resignado a estarlo.
−No me fui para siempre. Pensé que necesitabas un poco de espacio. Yo no puedo cubrirlo todo −dice Enzo. Ella asiente.
−Antes de que llegaras, pensé en que iba a irme de este mundo sola, pero vos me hiciste rejuvenecer y tuve ganas de escribir. Creí por mucho tiempo que no necesitaba a nadie. Pero tenerte cerca lo cambió todo.
Él casi no la mira y ella vuelve a perder la vista en el horizonte, ese horizonte tan lejano como él.
−Siempre te quise. Pero antes no tuve el valor de llamarte y ahora no tengo fuerzas para dejarte ir −dice Elena, y siente que sus ojos vuelven a empañarse.
Él le pasa el brazo alrededor de su cansado cuerpo y la conduce hasta su lecho. Le saca los zapatos y la acuesta. Ella lo mira con ternura y él la tapa acompañando la anciana mano. Elena cierra los ojos y una lágrima no puede evitar escaparse fugaz a tanta soledad. Él acaricia su frente, la acompaña un rato y desaparece, justo cuando el sueño comienza a llevarla por los abismos de aquel lugar sin tiempo donde todos caemos al dormir. Y ella sueña que es joven y él la lleva de la mano y se revuelcan en un campo de flores mientras miles de mariposas vuelan alrededor. Y ella monta su bicicleta mientras él corre a su lado para evitar que caiga. Y entre sueños piensa: “Qué cursis son los sueños”, y duerme y sueña. Y él no está a su lado.
La mañana la recibe más cansada que de costumbre. No siente deseos de levantarse y llama a Enzo. Los pies le pesan, pero más le pesa no poder terminar la historia que escribía, ésa que Enzo sin saber está inspirando. El teléfono suena y nadie responde. Enzo nunca lo hace. No quiere que sepan que está con ella y, a decir verdad, tampoco ella quiere que sepan que está con él. ¿Qué pensarían?
Él se sienta a su lado y comienza a leer mientras ella, de a poco, va borrando los últimos renglones de su larga vida. Lo último que escucha de labios de Enzo, es un poema de Stevenson:

Para deleitarte haré pasadores para tu pelo y juguetes
como canciones de pájaros en la mañana, brillantes
como las estrellas de la noche.
Levantaré un palacio sólo para nosotros
de días verdes como los bosques y azules como el mar.

Yo prepararé mi comida y tú arreglarás tu cuarto
donde fluye el blanco río y brillante ondea la retama
y lavarás tus enaguas y mantendrás tu cuerpo blanco
con la lluvia de la mañana y el rocío de la noche.

Y tendremos por música cuando nadie esté cerca
una hermosa canción que cantar, una preciosa
canción que escuchar
que sólo yo recuerdo, que sólo admiras tú,
la del ancho camino que avanza y el fuego del sendero.

Recostada la encontró su sobrina Mariel, como dormida, con un libro de poemas en sus manos y una silla vacía a su lado como si un fantasma la hubiera visitado.
Muchos lamentaron su muerte, en la soledad de un tiempo solo. Entre sus últimos escritos encontraron uno titulado “El regreso”. Cuando le preguntaron a Mariel sobre el protagonista de la historia, ella contestó que Enzo había muerto a los ventidos años, días antes de casarse con Elena, y que ella, a pesar de haber tenido muchos pretendientes, jamás se casó. Nunca pudo olvidar a Enzo, su único amor.
Terminaron con algunos arreglos y cerraron la casa. Alejándose abatidos mientras una brisa sacudía las hojas secas de los árboles que caían como lluvia dorada sobre la cara de la tierra encantada.
Enzo y Elena atravesaron la casa vestidos de paisaje. Estaban en sus veinte, tomados de la mano. Ella tenía pasadores en el pelo y una hermosa enagua que coronaba la perfecta blancura de su piel. Sólo ellos transitaban aquel camino, cantando como pájaros una hermosa canción. Él, porque la recordaba, ella, porque la embelesaba. Y juntos llevaron su esencia por el ancho sendero de retamas que llegaba al infinito. Hasta el palacio que él le había preparado, donde los días eran verdes como el bosque y azules como el mar, y los pájaros brillaban como estrellas en la noche en un eterno aletear sobre la desnudez de sus almas.

Cursilerías

Primer día

−Podés hacer lo que quieras. Es tu vida.
−Para vos es fácil hablar. ¿Qué sabés?
−Sé lo suficiente para decir que es una locura.
−La locura es no intentar nada. Conformarme con tener una vida mediocre como todos los demás.
−Supongo que lo pensaste bien. Después, no hay vuelta atrás.
−No voy a seguir hablando. ¿Cuándo vas a entender que estoy decidida?
−Decidida. Decidida a escapar de cualquier modo.
−Nunca me vas a entender.
−Realmente, no. Nunca voy a entenderte.
−Es mejor que me vaya. Tengo mucho que hacer.
−Adiós.
−Adiós.

Tercer día

−Mario, ¿seguís enojado?
−Estuve mal. No me hagas caso.
−Somos amigos desde siempre. Necesito tu apoyo. Si vos no entendés, ¿quién?
−Mirá, Catalina. Vos tenés razón. No te conozco.
−¿Por qué sos así? ¿No te das cuenta de que ésta es mi oportunidad?
−Obviamente. La oportunidad de arruinar tu vida.
−Ojalá pudiéramos hablar como antes. Pero es imposible. Pensé que eras mi amigo.
−Vos no querés amigos. Querés cómplices.
−¿Nunca vas a entender? Sos un egoísta.
−No importa mi opinión. Vos ya decidiste.
−¿Y me vas a dejar así?

Quinto día…

−Mirá, Tya, no sé que le pasa a Mario, pero esto no se lo voy a perdonar.
−Él quiere lo mejor para vos.
−Seguro. Supongo que compartir la desgracia lo debe hacer sentir mejor, pero yo quiero salir. Axel es bueno. Mario no entiende.
−No sé. ¿Y vos entendés?
−¿Qué debo entender? ¿Que quieren que me pudra en este pueblo?
−Mirá, Cata, siempre hablaste de irte. Supongo que Axel te ofrece una buena salida. Pero, ¿realmente lo amás?
−No seas cursi. Lo quiero mucho y él a mí. ¿Qué más se precisa?
−Querer implica propiedad. Amar es un sentimiento más profundo y a veces más duradero. Aunque para vos sea una cursilería.
−Te escucho y no lo creo. ¿Nadie me entiende? ¡Quiero vivir!
−Gracias. Los cadáveres te estamos muy agradecidos.
−No entendés nada. Ustedes son felices acá. Yo quiero más.
−Más efectivo, ropa, viajes, comodidad…
−Sí, ¿y eso está mal?
−No si te lo ganás. Pero casarte para conseguirlo no me parece justo ni para el tonto y superficial de Axel.
−Ya te dije que lo quiero y si no entendés…
−¿Me vas a dar la espalda como a Mario? ¿Y después?
−Después te llega una invitación de casamiento y listo. ¿Venís, no?
−Ay, Catalina. ¿Cuándo vas a crecer?
−En eso estoy. Te veo. Chau.
−Chau…

Esa tarde

−¡Hola, Marito!
−Hola, Estela. ¿Cómo está?
−Estoy felicísima. Mi Cata se casa. Pensé que nunca iba a pasar…
−¿No le parece un poco exagerado?
−¿Por qué decís eso?
−Porque su hija tiene dieciocho años y apenas terminó el secundario.
−Vos sos como Aldo. Él piensa como vos. Pero ustedes no entienden.
−Me imagino…
−Yo ya no puedo irme del pueblo. Pero Cata se va y, ¡de qué forma! Axel la va a tener como a una reina. A ella no le va a faltar nada.
−Supongo que no…
−¿Qué te pasa, Mario? Cualquiera pensaría que lo de Catalina no te alegra.
−Espero que sea feliz. Pero si se casa tan sólo para dejar el pueblo, la solución puede ser peor…
−¿No te digo yo? ¡Cómo te parecés a Aldo! Esa mentalidad pueblerina no la entiendo. Ustedes no tienen ambiciones, prefieren que se quede acá para acompañarlos en su miseria.
−Hasta luego, Estela.
−Ay, Mario. ¡No lo dije para ofenderte! (¡qué susceptible!).

Tres días después

−Mirá, Tya. Lo que quiera Catalina está bien. ¿Quién te dice? En una de ésas los equivocados somos nosotros.
−Con otros podés hacerte el duro. Pero a mí no me engañás.
−¿De qué hablás?
−Conmigo no tenés que fingir.
−Estás chiflada. Yo no finjo. Sinceramente, ojalá le vaya bien.
−Mario mirame. Nos conocemos hace mucho tiempo…
−¿Y qué querés?
−Mario, no podés sufrir así y guardártelo. No conmigo. Te conozco.
−¿Querés que salga corriendo atrás de ella? ¿Qué le voy a decir?¿Que no se case? ¿Qué la amo desde siempre y tiene que quedarse conmigo? Ella no es como nosotros.
−Mario, perdoname. No quería ponerte mal. Catalina no se merece que la ames así. Espero que encuentre lo que busca y sea feliz.
−Ojalá…
−Tomá, tonto. Secate la cara que parecés un maricón.
−Gracias…
−¿Por lo de maricón?
−No... Gracias por entenderme y porque sé que puedo contar con vos.
−No hablés más, que no tengo otro pañuelo y me vas a hacer moquear a mí también.

Y pasaron dos años…

−Ya te dije, mamá. Axel no viene porque tiene “mucho trabajo”, pero acá estoy yo. No me perdería esto por nada del mundo.
−Ay, Cata ¡Parecés una reina! ¡Qué lindos zapatos! Hace tanto que no me compro zapatos…
−Pero, si te mandé efectivo cuando dijiste que no tenías para comprar zapatos y ropa para el casamiento. ¿Qué hiciste con ese dinero?
−Compré todo, pero nunca podría gastar tanto en zapatos como ésos. ¿Son cómodos?
−Bueno mamá. Esta tarde salimos y te compramos unos así, ¿querés?
−Tenés suerte de haberte casado con alguien como Axel. Parecés una reina.
−Una reina, sí…
−¡Qué linda pulsera! ¿Es de oro?
−Ay, mamá ¡No cambiás más!

Un día después…

−¡Hola, Cata!¡Qué alegría verte! Pensé que no venías.
−¿Cómo iba a perderme tu boda, Mario? Parece mentira…
−Es verdad, te lo aseguro. Te llamé porque quería decirte algo. ¿Puedo sincerarme con vos?
−¡Claro, tonto!
−Hace dos años te traté muy mal. Quería pedirte perdón.
−¿Después de tanto? ¿Y a qué viene eso ahora?
−Siempre te quise, pero nunca tuve el valor de decírtelo. Vos buscabas otra cosa de la vida. No fue justo tratarte de esa manera.
−¿Por qué nunca dijiste nada?
−Porque cuando me decidí, ya era tarde.
−¿Sos feliz ahora?
−Feliz es poco. La amo con locura. ¿Y vos sos feliz?
−Por supuesto. No me falta nada. ¿No viste mi auto?
−¿Axel no vino con vos?
−No. Él trabaja, trabaja y trabaja. Y por las dudas trabaja un poco más. No quiere que me falte nada. ¿No me ves hecha una reina?
−Sí, estás hermosa. ¿Pero sos feliz?
−Feliz, feliz… ¿Quién es feliz hoy en día?
−Ay, Catalina…
−Mirá Mario. Te veo esta noche en la iglesia si no te arrepentís antes. Mirá que todavía estás a tiempo. No pongas esa cara, era una broma…
−Hasta la noche, reina Catalina.
−Adiós, plebeyo.

Noche de bodas…

−¡Por fin solos!
−Te amo, Mario.
−Yo también te amo.
−No me mires así que me da vergüenza.
−Nunca pensé que se podría amar tanto a alguien.
−¿Qué te pasa? ¿Te arrepentiste de casarte?
−No digas eso. Nunca fui más feliz.
−Ay, ¡qué cursi! Pero para serte sincera, la más feliz soy yo. Entre tus brazos siento que Dios no puede ser más generoso conmigo. Te amo.
−Yo también te amo…
−¿Qué te pasa? ¿Qué esconden esos ojitos tristones?
−No es nada. Hoy hablé con Cata.
−Está hermosa, ¿no? Ya te arrepentiste de casarte conmigo o qué…
−No seas tonta. Te amo.
−¿Y?
−Hablé con ella y la verdad es que tiene todo lo que siempre quiso, pero creo que no es feliz. Está muy sola.
−¿Y Axel?
−Dice que Axel trabaja, pero Estela comentó que tienen problemas. Demasiadas horas de oficina con su “socia”.
−Entiendo.
−Pero conocemos a Catalina. Va a mantener la situación mientras pueda para no perder nada, o tal vez lo quiera después de todo.
−¿Y qué hacemos ahora?
−¿Cómo qué hacemos?
−Acabamos de casarnos y estamos sentados hablando sobre tu ex gran amor. Tendría que matarte.
−No hay motivo. Sos mi reina y mi única dueña.
−Te amo.
−Yo también.
−¿Adónde vas? ¿No me vas a dejar acá pagando?
−Ya vuelvo. Este vestido me está matando.
−¿Te ayudo? ¿Sí?

Un día después…

−Cata, no me podés hablar así. Yo siempre quise lo mejor para vos.
−No, mamá. Quisiste lo mejor para vos. Y me educaste para querer así.
−No te entiendo ¿Yo qué te hice para que te enojaras así conmigo?
−No, mamá. La culpa es mía. Yo elegí esta vida, aunque vos sólo me preparaste para vivir así.
−Por eso, ¿ves? Yo solamente quise lo mejor para vos…
−Sí. Un hombre con dinero. Eso es lo mejor. Tenés razón.
−¿Ves? Si no te falta nada.
−No, mamá. No me falta nada más que amor. Amor, mamá. Amor.
−El amor es una cursilería.
−¿Y la felicidad?
−Otra más. ¿Quién es feliz hoy en día?
−Mario es feliz, y Tya también. Ellos son felices.
−Lo de Mario era imposible. Te lo dije no bien me hablaste de él.
−Por supuesto que me lo dijiste. Y me dijiste todo lo que me esperaba si me quedaba en el pueblo.
−¡Pero si tenés todo lo que siempre quisiste! ¿Cuál es el problema ahora?
−El problema, mamá, el problema es que siempre amé a Mario y ayer me enteré de que él siempre me quiso, y gracias a vos ahora estoy así…
−¡Pero si estás hecha una reina! ¡Mirate! Sos la envidia de todos.
−Soy la reina, sí. La reina de la soledad y la infelicidad. Pero vos tenés razón. ¿Quién es feliz en estos días? ¿Quién ama?
−¿Ves? Si yo tengo razón.
−Mejor me voy.
−Saludos a Axel.
−No, mamá. Me voy, pero no con Axel.
−¿Pero estás loca? ¿Adónde vas a ir?
−Me voy a vivir, mamá. Me separo. Viajo al sur y voy a tratar de retomar los estudios. Siempre quise ser maestra.
−Vas a ser pobre y encima maestra. ¿Y yo? ¿Qué hago yo?
−Vos, mamá, hacele un favor a papá y separate. Buscate un viejo con plata y dejá de acosar a los demás con tus frustraciones.
−Pero, Catalina. ¿Qué le digo a Axel?
−Decile que si te quiere estás disponible.
−Pero, Catalina…
−Chau, ma. ¡Que seas feliz! Te amo.
−¡Catalina! ¡Catalina!

Cuando apague mi luz



Brisa.

Noche.

Silencio.

Y entonces,
como un susurro
viajaré
hacia mi ocaso,
con el alma
tan alta
que el viento me despeinará
con sus manos sin dedos.

La Luna
en un ensueño
velará mi destino.

Si no quedan senderos,
con mi alma seguro
buscaré mi camino.

Besaré la frente del destino,
lo miraré a los ojos,
y sonreiré,
porque habiéndolo burlado
y a pesar de todo,
yo he sido.