miércoles, 10 de octubre de 2007

Amor de Luna

La Luna se mueve sobre la Noche que de par en par le abre los brazos para recibirla con esa gracia que sólo ella puede desplegar. Conversan relajadas, mientras la Brisa pasa con su leve murmullo, y con un cordial saludo sigue su paso etéreo sobre el ancho mundo.
Hace tiempo que la Luna al pasar sobre el Río, no puede evitar sentir a la Tristeza que ha invadido al Agua, la Arena, la Roca y la Sombra. Quisiera hablarle, pero piensa que la Tristeza es así, que hay que dejarle un tiempo y un espacio para ser ella misma, y luego, cuando esté lista, tratar de animarla un poco.
Pero el tiempo pasa y al Agua, la Arena, la Roca y la Sombra se le han sumado el Aire, la Brisa y la Noche, y ninguno puede decir cuál es la razón de que la Tristeza esté tan arraigada. Todos parecen ignorar el motivo, y ella teme que, de saberlo, caería también impotente en el abrazo de la Tristeza.
Trata en vano de pasar por encima de todo, de que la Conciencia se pierda, de que la Ignorancia la acompañe un tiempo, que el Tiempo lleve a la Tristeza a otro lugar, y ella, la hermosa Luna, seguir siempre viviendo en su mundo feliz. Pero lo más importante, que la Tristeza nunca la toque.
Por un tiempo la Ignorancia le hizo compañía, pero el Tiempo despertó a la Conciencia y juntos le pidieron a la Ignorancia que se alejara.
El Miedo, que era el que callado había dominado a la Luna, fue descubierto por la Conciencia, y el Valor se hizo presente, y de la mano de la Conciencia, también lo alejaron.
La Luna, con Interés, se acercó al Río, allí donde por primera vez sintió a la Tristeza, y descubrió un pequeño bulto al lado del Agua. Se acercó un poco más, era un hombre con la Tristeza abrazándolo; allí estaban también el Dolor, la Soledad y la Pena. La Curiosidad la empujó y, por un instante, los ojos del hombre y la Luna se encontraron. Allí ella pudo percibir que el Dolor, la Soledad, la Pena, el Desconcierto y la Tristeza no estaban con él; simplemente, él los llevaba dentro, y ella se asustó. El Horror, sin perder tiempo, cubrió sus ojos con el Miedo y la apartó. Después de todo, él sólo era un hombre, sólo un pequeño e insignificante hombre.

Por un tiempo, al pasar sobre el Río, se cubría con la Indiferencia o miraba a la Distracción, pero la Tristeza y el Dolor eran tan profundos que el Silencio hacía crecer su eco en la bóveda de la Noche. La Compasión esperaba a que la Luna se diera cuenta de que cuando un ser sufre, todos los demás, de algún modo, son tocados por el Dolor; e ignorarlo sólo lo aumenta sumándolo a la Indiferencia y al Miedo. Por eso, le habló con la Dulzura y la Empatía de su lado para que se acercara al hombre y, así, todos pudieran entender.
La Luna ya no podía negarlo y alejó al Miedo y a la Indiferencia. Conmovida, se acercó al Río que lloraba su cauce con la Tristeza y el Dolor en compañía.
−¿Hace mucho que ese hombre te visita? − pregunta al Río.
−Hace dos años. Con frío o calor, llueva o no, se acerca un rato cada noche y solitario permanece mirándome −le contesta.
−¿Por qué lo hace? –pregunta la Luna.
−No lo sabemos. Parece esperar algo. A veces la Tristeza no le basta y se cubre con el Llanto, y el Sueño compasivo lo mece un rato.
−¿Y qué hacen con él?- pregunta la Luna con Interés.
−Lo acompañamos. Él no puede vernos, pero aquí estamos. Esperamos con él. Cuando ves sus ojos, es imposible dejarlo. Se nos ocurrió pensar que tal vez espere la Muerte, pero ni ella podría soportar llevarlo con tanto Dolor a cuestas.
−¿No le preguntaron qué le sucede? −dice la Luna.
−¿Cómo hacerlo? Ninguno de nosotros puede hacerse persona; pero vos, vos no sos como nosotros. Ellos te hablan y siempre se detienen a mirarte. Podrías hacerlo si quisieras... −dice el Río, y la deja pensando.

Piensa con el corazón, y animada por la Razón y la Compasión, llama a la Fuerza y al Amor y, despojada de su forma, baja cerca del Río.
Camina con Cautela y Serenidad, y sin gran esfuerzo llega a la orilla donde está el hombre; la Tristeza y todos los demás toman distancia al verla descubierta, con una presencia tan hermosa a pesar de estar despojada de su vestido níveo.
Ella se acerca con Temor, pero llama a Coraje y éste le da fuerza, pues es la primera vez que la Luna baja en esa forma tan pequeña y humilde.
Después de un rato, el hombre que no se había inmutado con su presencia, al ver que ella permanecía allí, toma un termo y en un vaso que tiene coloca café y se lo ofrece sin hablar. Ella lo toma y bebe, sabiendo que no debe, pues en su puro color, el café puede mancharla.
−¿Puedo hacerle una pregunta? −susurra, pero él no responde.
Realmente, verlo tan cerca la impresiona más; el Dolor es tan profundo que ella casi no puede respirar. Él parece notar su malestar y lentamente comienza a hablar.
−¿Me creería si le digo que la he visto antes? Hace unos días vi reflejado su rostro en el Río. En el fondo sentí que era una señal. ¿Suena tonto para usted?
Ella lo mira cabizbaja y no contesta.
−¿La he visto en el Río, verdad? No era mi imaginación, o tal vez sí; estos días ya no sé que pensar.
−No señor −dice la Luna piadosa−. No era su imaginación. Yo también lo he visto en el espejo de agua.
El hombre vuelve a sumergirse en el Silencio.
−¿Por qué siempre viene acá? –pregunta la Luna.
−¿Usted no es de aquí verdad? −pregunta él.
−No, lo siento. Estoy de paso.
−Lo suponía. De otro modo no se hubiera acercado.
−No veo por qué no habría de hacerlo −dijo la Luna extrañada.
−Soy Albert Biel −dice, como esperando que ella lo reconozca. Pero ella lo mira extrañada. Obviamente, no sabe quién es.
−Debí suponerlo −dice el hombre nuevamente taciturno.
Esta vez, es ella la que calla. Él está tan triste, tan dolido que teme preguntar más.
−¿Sabe? Yo tengo una hija, se llama Carolina y es hermosa −dice dubitativo. Los labios le tiemblan, parece no poder seguir hablando, pero toma aire y sigue−. Ahora tendría, tiene, catorce años −dice corrigiéndose y se queda mudo.
−¿Y ella está bien? −pregunta la Luna.
Él se encoge de hombros y niega con la cabeza. Luce confuso.
−No lo sé −dice apretando los labios−. No sé.
−Disculpe, pero no entiendo −dice la Luna.
−Mi hija desapareció hace dos años; un día salió de la escuela y nunca regresó. Y no escapó, si así lo piensa. Nunca hubiera escapado −dice enojado.
−Lo siento mucho −musita la Luna−. No sé que decir.
−Nadie sabe qué decir, nadie se acerca ya, tienen miedo de sentir lo que yo. Le temen al Dolor, pero más le temen a pensar que a ellos mismos les pueda pasar. En estos días esto se está volviendo común, como si la tierra pudiera tragarnos a su antojo y a nadie le asombrara. Es más, le dan razones para justificar la ausencia. Pero mi hija era un ángel sin alas en un mundo de demonios disfrazados, y la lengua de los impíos trata de manchar su ausencia. Por eso estoy aquí, por eso estoy solo y la espero, porque algún día ella va a volver, lo sé. Éste era su lugar favorito y ahora es mi refugio. Acá al menos por un rato, la estoy esperando. ¿Y usted por qué está aquí? −pregunta finalmente−. No tiene cara de cazanoticias, y yo ya no soy noticia.
−¿Me creería si le digo que estoy por usted? −dice la Luna con sinceridad. Él calla y cierra los ojos, y una lágrima solitaria le recorre la cara aferrada a las mejillas como si no quisiera terminar de caer nunca. Suspira fuerte, como sacando de adentro todo el aire espeso que le queda.
−Lo sabía. Sabía que vendría −dice el hombre, y cubriéndose la cara rompe en llanto como un niño pequeño, abandonado y solo.
−¿Puedo hacer algo por usted? −pregunta la Luna no pudiendo contener su propia pena contagiada por el hombre que llora, llora, llora y llora por largo rato, hasta que de a poco consigue serenarse.

−¿Puede hablar con Dios? −pregunta él finalmente.
−¿Con Dios? No comprendo −dice la Luna, pero él le clava la mirada, una mirada de dolor pero también de seguridad.
−Sé quién es usted. El otro día, cuando pasó y me miró, supe de inmediato que volvería. Mi hija siempre decía que la Luna hablaba con Dios y que Él la escuchaba, porque ella había sido puesta en el Cielo para velar por los hombres, y lo creo... −dice tomándola de la mano.
La Luna se sintió desnuda ¿Cómo podía aquel hombre saber quién era ella?
−¿Puede hablar con Dios? −vuelve a preguntar él. Mientras la Tristeza, el Dolor y los demás están cada vez más expectantes de todo lo que pasa, él toca a la Luna sabiendo quién es, y encima le pide que hable con Dios.
−¿Qué debo decirle? −pregunta finalmente ella.
−Dígale, por favor, que aún creo en Él, que sé que me escucha, pero con todo esto me es muy difícil escucharlo, y que si Él puede escuchar a mi hija que la cuide y la ayude a regresar, pero si eso no es posible, porque está muerta, que por favor, la lleve consigo y la cuide por mí. Sé que lo hizo y lo hace, pero necesito pedírselo, para poder seguir viviendo.
La Luna llora y alrededor de ella se revela un aura luminosa, y siente que la forma humana que había adquirido la iba dejando.
−Le prometo que hablaré con Dios y le diré todo lo que me ha dicho, aunque Él ya lo ha escuchado, téngalo por seguro −le responde.
−Lo sé −dice el hombre con ojos dolidos, pero esperanzados−. Usted está aquí, y eso lo prueba.
La Luna, que debía marcharse, se detiene y lo mira extrañada.
−Hace tiempo que le pido a Dios una señal. Hoy hace dos años que mi hija desapareció. Sé que el Dolor y la Tristeza nunca se irán de mi lado, pero la Fuerza que ha traído y el Amor que la movieron permanecerán conmigo tan fuertes como el Amor de mi hija. De a poco voy a salir adelante, sólo le pido que cuando pase cerca me mire, para saber que no me ha olvidado y que puedo contar con usted. Todos necesitamos a alguien, y su presencia me ha dado fuerzas para seguir. Sé que otros no tienen tanta suerte, que en estas cosas es muy difícil que la gente se interese por uno mucho tiempo. Por eso, gracias, y, por favor, hable con Dios. Por un tiempo estaré aquí, pero cuando no lo esté, no será porque olvidé a mi hija, por ella debo seguir adelante. Se lo debo, porque la amo.

La Luna se despidió y esa noche, aparecieron nuevas manchas en ella; nadie se pudo explicar el porqué, solo ella y él lo sabían. Y como no quería que la vieran llorar, se cubrió con un velo sutil de nubes.


Ella habló con Dios y le dijo todo lo que Dios en su infinita omnipotencia ya sabía.
De vez en cuando ella ve al hombre caminar por las calles, a veces solo, a veces acompañado. Aunque siempre, muy cerca, ve a la Tristeza que no lo ha dejado, pero la Esperanza y el Amor también están con él.
La última vez que lo vio, tenía un niño en sus brazos, tal vez su hijo. Señalándola, le indicó que la saludara y el pequeñín batió sus manitas desesperado como si supiera que ella lo veía.
El hombre la miró y con mirada cómplice la saludó y siguió su camino, y siguió adelante. Por Amor.
Y por Amor, la Luna lo iluminó un rato y caminó junto a él desde ese Cielo enlutado, en la Noche que más que nunca le abría los brazos porque sabía quién era ella, y que era su Amor lo que la hacía caminar con esa gracia con que sólo ella podía hacerlo.

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