miércoles, 10 de octubre de 2007

El regreso

Amanece suavemente. El sol entra por las ventanas empujando la negra soledad que, temerosa se oculta en los rincones.
−¿No hay café? −pregunta Elena desperezándose y sonríe. Enciende el hornillo de la cocina. Enzo está de pie frente a la ventana que, abierta ilumina su juventud de par en par.
−Buen día −la saluda–. Sabés que nunca prepararé café.
−Era una broma. Ya te sirvo el desayuno −dice Elena con esa mirada que a él lo derretía.
Elena desayuna en silencio mientras corrige su libro. Él la acompaña sin hablar. De vez en cuando ella lo mira y se divierte al verlo impasible como losa de mármol a pesar de sus cortos años.
−Tengo mucho trabajo −dice Elena, sabiendo que él detesta que trabaje tanto.
−Voy a estar afuera −responde resignado.
Y él sale de la casa mientras ella recoge la mesa. El desayuno de Enzo está intacto. Finalmente, se sienta frente a la máquina de escribir y despierta sus viejos y arrugados dedos que comienzan a bailar.
Una, dos, tres horas y siente hambre; quisiera seguir, pero la edad le pesa. Además, ha dejado a Enzo demasiado tiempo solo. Siempre se amaron, pero no es fácil.
−El almuerzo está listo. ¿No venís? −dice Elena asomada al jardín, pero no puede verlo. Ella siente la soledad y no le gusta; últimamente la detesta.
−Enzo, vení, por favor… −dice tratando de no mostrar su angustia.
Él aparece, se sienta frente a ella y mira el plato sin hablar.
−Acompañame, ¿sí? Finjamos que mi comida te gusta como antes −dice ella poniendo carita de pollo mojado. Entonces él, rendido, finge complacerla.
El almuerzo es tranquilo. Ella le cuenta de su vida y se siente joven otra vez.
−¿Y vos no contás nada? −pregunta finalmente Elena.
Él resopla y la mira, con los brazos cruzados, desconcertado, golpea su espalda contra el respaldo de la silla.
−No voy a inventar una vida interesante sólo para entretenerte −responde.
−Por favor… −dice con esa carita que pudo haber conquistado a los hunos.
−No puedo. Me voy un rato y vuelvo antes de la noche −dice con la mirada dolida y sale de la casa dejándola con el plato servido y los ojos llenos de lágrimas. Ella lo necesita y él se resiste a entenderlo. O, tal vez, es ella la que resiste.
Cuando él regresa, ella está sentada en una banca del jardín con los ojos hinchados y un poco perdida. No le gusta estar sola, aunque por mucho tiempo se había resignado a estarlo.
−No me fui para siempre. Pensé que necesitabas un poco de espacio. Yo no puedo cubrirlo todo −dice Enzo. Ella asiente.
−Antes de que llegaras, pensé en que iba a irme de este mundo sola, pero vos me hiciste rejuvenecer y tuve ganas de escribir. Creí por mucho tiempo que no necesitaba a nadie. Pero tenerte cerca lo cambió todo.
Él casi no la mira y ella vuelve a perder la vista en el horizonte, ese horizonte tan lejano como él.
−Siempre te quise. Pero antes no tuve el valor de llamarte y ahora no tengo fuerzas para dejarte ir −dice Elena, y siente que sus ojos vuelven a empañarse.
Él le pasa el brazo alrededor de su cansado cuerpo y la conduce hasta su lecho. Le saca los zapatos y la acuesta. Ella lo mira con ternura y él la tapa acompañando la anciana mano. Elena cierra los ojos y una lágrima no puede evitar escaparse fugaz a tanta soledad. Él acaricia su frente, la acompaña un rato y desaparece, justo cuando el sueño comienza a llevarla por los abismos de aquel lugar sin tiempo donde todos caemos al dormir. Y ella sueña que es joven y él la lleva de la mano y se revuelcan en un campo de flores mientras miles de mariposas vuelan alrededor. Y ella monta su bicicleta mientras él corre a su lado para evitar que caiga. Y entre sueños piensa: “Qué cursis son los sueños”, y duerme y sueña. Y él no está a su lado.
La mañana la recibe más cansada que de costumbre. No siente deseos de levantarse y llama a Enzo. Los pies le pesan, pero más le pesa no poder terminar la historia que escribía, ésa que Enzo sin saber está inspirando. El teléfono suena y nadie responde. Enzo nunca lo hace. No quiere que sepan que está con ella y, a decir verdad, tampoco ella quiere que sepan que está con él. ¿Qué pensarían?
Él se sienta a su lado y comienza a leer mientras ella, de a poco, va borrando los últimos renglones de su larga vida. Lo último que escucha de labios de Enzo, es un poema de Stevenson:

Para deleitarte haré pasadores para tu pelo y juguetes
como canciones de pájaros en la mañana, brillantes
como las estrellas de la noche.
Levantaré un palacio sólo para nosotros
de días verdes como los bosques y azules como el mar.

Yo prepararé mi comida y tú arreglarás tu cuarto
donde fluye el blanco río y brillante ondea la retama
y lavarás tus enaguas y mantendrás tu cuerpo blanco
con la lluvia de la mañana y el rocío de la noche.

Y tendremos por música cuando nadie esté cerca
una hermosa canción que cantar, una preciosa
canción que escuchar
que sólo yo recuerdo, que sólo admiras tú,
la del ancho camino que avanza y el fuego del sendero.

Recostada la encontró su sobrina Mariel, como dormida, con un libro de poemas en sus manos y una silla vacía a su lado como si un fantasma la hubiera visitado.
Muchos lamentaron su muerte, en la soledad de un tiempo solo. Entre sus últimos escritos encontraron uno titulado “El regreso”. Cuando le preguntaron a Mariel sobre el protagonista de la historia, ella contestó que Enzo había muerto a los ventidos años, días antes de casarse con Elena, y que ella, a pesar de haber tenido muchos pretendientes, jamás se casó. Nunca pudo olvidar a Enzo, su único amor.
Terminaron con algunos arreglos y cerraron la casa. Alejándose abatidos mientras una brisa sacudía las hojas secas de los árboles que caían como lluvia dorada sobre la cara de la tierra encantada.
Enzo y Elena atravesaron la casa vestidos de paisaje. Estaban en sus veinte, tomados de la mano. Ella tenía pasadores en el pelo y una hermosa enagua que coronaba la perfecta blancura de su piel. Sólo ellos transitaban aquel camino, cantando como pájaros una hermosa canción. Él, porque la recordaba, ella, porque la embelesaba. Y juntos llevaron su esencia por el ancho sendero de retamas que llegaba al infinito. Hasta el palacio que él le había preparado, donde los días eran verdes como el bosque y azules como el mar, y los pájaros brillaban como estrellas en la noche en un eterno aletear sobre la desnudez de sus almas.

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